Fotografía: Camilla María Santini
Cuenta la historia que corría el año
1951 y que el joven Gidon Graetz (Tel Aviv, 1929) junto a su
acompañante, Miriam Rosen, paseaban por los alrededores de la
frontera norte de Israel. Tres años antes la región era
protagonista del inicio de la denominada guerra árabe-israelí y de
la cruenta debacle que continúa hasta el día de hoy. Sólo en el
2014 la pugna en la Franja de Gaza ha truncado más de dos mil vidas,
casi todas de civiles y en su mayoría palestinos. En el trayecto
ambos jóvenes se percatan de que han perdido el camino. Un árabe,
al que le piden orientación, los conduce en una dirección que
resulta ser la equivocada. Cuando se dan cuenta del embuste, son
tomados prisioneros, cubriendo sus ojos y cualquier atisbo de
esperanza. El joven Graetz intenta evadirse, pero su corta carrera
acaba con su cuerpo impactado por las balas. Aún malherido, finge
estar muerto y, entonces, sus captores dirigen la mirada hacia donde
se encontraba la muchacha. La suerte está echada. Entonces,
reuniendo todas fuerzas y para sorpresa de sus verdugos, Graetz se
incorpora intentando proteger a su amiga. Sus captores tienen que
haber pensado que ahí hubo alguna intervención divina, porque les
perdonan la vida doblando la mano al destino. Sin embargo, los
separan. El joven Graetz es conducido a un hospital y Rosen va a
parar a la cárcel. Más recuperado, Graetz es conducido a prisión.
Y es liberado seis meses más tarde.
El episodio me lo contó una sus
nietas, la actriz y músico francesa Lea Loyer. Días más tarde, leí
en internet un relato similar de la poeta londinenese Karen
Alkalay-Gut, quien narraba el propio testimonio que el escultor Gidon
Graetz había hecho público en un canal de televisión. Sesenta y
tres años después me encuentro con el ya octogenario escultor en su
residencia, el Castillo de Vincigliata, ubicado en Fiesole, una
sobrecogedora construcción medieval enclavada en la perturbadora
Toscana florentina. En medio de filas de olivos y de unos alrededores
del castillo transformados en una formidable galería de esculturas
al aire libre, Gidon Graetz entreabre su mundo interno, dejando al
descubierto su infatigable intervención sobre la materia. Sus
esculturas, distribuidas por claustros, patios y jardines, se
confunden con la visión desde las alturas de esa Florencia
imperecedera.
Una tarde de verano nos sentamos en
los exteriores del castillo y bebimos un poco de café. De a poco me
fui enterando de que sus esculturas se encuentran en espacios
públicos de importantes ciudades de Estados Unidos, Alemania,
Italia, Israel, Arabia Saudita y Australia, entre otros sitios del
orbe. Los inicios de Gidon en las artes visuales están profundamente
ligadas a la mediterránea cuenca antaño renacentista. En 1954 se
inicia en escultura en piedra en la Accademia
delle Belle Arti de
Florencia, bajo la tutela del escultor Pericle Fazzini. En 1956, se
traslada por dos años a Paris, donde es guiado por el escultor
Marcel Gimond, en Le Beaux
Arts. Su predilección por
las formas libres, lo llevó a deslizarse desde la escultura
figurativa de sus inicios, hasta el despliegue abstracto de sus obras
posteriores. Esa transición también circundó en torno a los
materiales. De la piedra y el mármol, su interés se desplazó hacia
el bronce y, finalmente, al acero noble que funde y transmuta en
ondulantes y circulares formas, allá en su estudio de Vincigliata.
Entre sorbos de café le pregunto qué
relación él establece entre el arte y la política. Y me responde
inmediatamente: “Ninguna”.
No me quedo tranquilo e incrédulo le replico que, cuando
observo sus obras, siento que la dualidad de las cosas está
presente en cada una de sus esculturas. Graetz asiente y, mientras
parece querer decir algo, pienso que toda dualidad en algún momento
depara conflicto, que toda expresión binaria de la vida señala un
vértice de pugna. La política anida esa coalición entre dos
opuestos, emana la energía de toda fractura social. Y la fricción
irradia el calor de la discordia. Gidon Graetz tiene que haber
olfateado la inquietud. Dice que claro, que esa dualidad es la base
de todas las relaciones perceptibles de la existencia. Pero, que lo
que le interesa de la dualidad es la armonía y su expresión
cúlmine, la belleza. Y Graetz, que no olvida a los que le
precedieron, recordó en la conversación al escultor rumano
Constantin
Brâncuși. “La belleza -citando al escultor modernista- es la
armonía entre los contrastes”.
Yo,
que venía decidido a conocer su opinión sobre la relación entre
arte y política, salí trasquilado. Lo imaginaba joven, herido de
bala, prisionero en alguna cárcel siria, en medio de un incipiente
conflicto que lo que menos evoca es armonía y belleza. Al día
siguiente, Graetz me invita a su estudio a los pies del castillo.
Acababa de terminar su última escultura, “Los Cuatro Anillos”,
cuatro argollas entrelazadas que representan las imbricaciones entre
la música, el teatro, la danza y las artes plásticas o visuales.
Creo fue en ese momento en que comprendí algo de la visión del
octogenario escultor. En cada golpe dirigido al material, Graetz hace
surgir las curvaturas, las circularidades, las ondulaciones que
evocan movimiento, flujo y recorrido. No se detiene en las
discrepancias de la dualidad, sino en la dialéctica de los opuestos,
en sus conexiones, en su potencial de armonía.
Quizás,
aunque explictamente rechaza su relación, Gidon Graetz sin querer
traspasa las fronteras entre la creación artística y lo profano de
la política. De su dialéctica es posible extraer el valor ético de
su trabajo sobre la materia, poniendo una difícil meta para las
convulsionadas sociedades humanas: La unidad en la diferencia, el
encuentro entre las disparidades, la dualidad trascendida como esos
cuatro anillos entrelazados. Y eso, que es maravilloso y tan
deseable, la armonía y la belleza, para nuestro cálculo mezquino,
para nuestra astucia de poca monta, ya es mucho pedir.
(*) Publicado en la revista Bufé Magazín de Cultura y en El Quinto Poder