Fotografía: globedia.com
Todos
intentamos parecer de alguna manera políticamente correctos. Y digo
“parecer”, porque generalmente lo que somos o vamos siendo tiende
a diluirse en el frágil arte de las apariencias. Por mucho que nos
horroricemos con las imágenes de los cuerpos de esos niños
palestinos destrozados por la artillería israelí, la gran mayoría
de nosotros hemos tomado palco. Nuestra vocación de testigo, nuestra
posición de espectadores o nuestra afición a ser audiencia, se
entrecruzan con nuestras piruetas morales que reafirman la creencia
de que no somos responsables de nada. Miles kilómetros nos separan
de aquellos dolores impronunciables, de los crímenes de lesa
humanidad. Todos ellos han quedado registrados, como indelebles
heridas, en las imágenes que circulan por los mass
media
y las redes sociales. La distancia, entonces, se ha vuelto un recurso
conveniente y el arreglo cognitivo se ha transformado en nuestro arte
predilecto ¿Por qué tenemos la secreta creencia de que hay seres
humanos que pueden ser destinados a una vida miserable, a la
exclusión, a la segregación e, incluso, al exterminio y a la
desaparición? O, si no creemos eso ¿Por qué dejamos que ocurra?
La
violencia militar, la estrategia de aniquilación de un pueblo y el
ímpetu genocida del régimen de Benjamin
Netanyahu,
han irrumpido en nuestras vidas cotidianas en la forma de
pirotécnicos fenómenos audiovisuales. Porque, al fin y al cabo,
desde nuestro cinismo, las imágenes nos impactan moralmente tanto
como cualquier violenta escena cinematográfica, vista desde los
cómodos sofás de nuestras casas. Sin embargo, ¿Cuándo
comenzamos a hacernos la idea de que lo que les sucede a otros no
tiene que ver con nosotros? ¿Cuando empezamos a “naturalizar” el
mito de esa deconexión? Como
estamos colonizados hasta en la entrepierna, Goliath [גוליית]
nos horroriza tanto como es capaz de excitarnos. La tragedia de Gaza
nos conmociona, pero también sentimos que no tenemos nada que ver
con ella. Esa dosis de cinismo siempre fue necesaria, para que la
vergüenza y la culpa no nos desbordara psicológica y
sociopolíticamente. Nuestra distancia espacial y temporal ante las
relaciones sociales violentas, posibilita esa suerte de
despersonalización.
Las
fronteras experienciales que separan al espectador del protagonista
de la violencia, el límite vivencial entre nosotros y el prisionero
del ghetto
de Gaza, nos absuelven de cualquier sentimiento de culpa frente al
hecho de que, aunque nos conmueva la matanza, no queremos hacer nada.
Chile no
modificará sustancialmente sus
relaciones con el
gobierno de
Israel y nosotros seguiremos con nuestras convulsionadas o plácidas
vidas. La Unión Europea y la ONU harán lo suyo imprimiendo en hojas
A4 y dejando sus salivas en los micrófonos, con sus elocuentes e
inútiles llamados de alto al fuego. Estados Unidos señalará su
preocupación por los “daños colaterales” e intentará
justificar su distancia frente al genocidio, igualando los disparos
de obuses de Hamas con el sofisticado poderío militar y
tecnológico del
ejército de Israel. El Gobierno de Chile ha adoptado una posición
similar, como si la cosa se tratase de un empate militar, llamando a
ambos bandos a deponer las armas.
La
frase “Todos Somos Palestina” adquiere, de esta manera, el mismo
significado sociopolítico que la imagen del Che Guevara impresa a
modo “cool”, en las camisetas y tazones de nuestra
autocomplaciente rebeldía. En otras palabras, la indignación
política puede ser transformada en un exótico souvenir.
Y
no es que seamos tibios, sino que ya no nos incomoda nuestra
propensión al cinismo. En medio de nuestros alardes de personas muy
afectadas por esos pequeños cuerpos destrozados por misiles y
esquirlas, restringimos nuestros conceptos de violencia al
enfrentamiento bélico en Medio Oriente.
Aunque
la violencia -en grados y con ropajes diferentes- se extiende en
nuestro entorno inmediato, es cierto que normalmente no nos mueve
ningún músculo de la cara. Me refiero a la flamante cifra de doce
mil personas que viven en las calles; a centenares de niños en
condiciones degradantes de trabajo infantil; a miles de familias
agobiadas por una pobreza encubierta bajo la suntuosa alfombra del
consumo crediticio; a comunidades mapuche completas con traumas
psicológicos, debido a la violencia policial en el interior de sus
tierras y hogares; a cientos de enfermos que verán extinguirse sus
vidas en las listas de espera de nuestro sistema de salud público.
El listado de situaciones es extenso y exuda violencia diariamente.
Pero, como somos campeones mundiales del arreglo cognitivo, por
supuesto que no somos responsables de nada. Lo importante es parecer
conmocionado e, incluso, estarlo un poco, para luego encojernos de
hombros y retirarnos por los cómodos pasillos de la complicidad por
omisión.
Siempre
se ha podido ser elocuentemente tonto y quedar bien parado al mismo
tiempo. Las redes sociales están atiborradas de declaraciones que
confunden la religión judía, rica y milenaria, con el grupo
político que dirige la masacre contra el ghetto
de
Gaza. Fotografías y posteos exhiben nacionalistas brazos en alto,
bravuconadas contra los judíos y llamados a reeditar el holocausto
con gusto a cenicero. En Chile, piedras arrojadas contra hogares de
familias judías hacen pensar en que ese antisemitismo criollo no es
más que confusión e ignorancia, pero en dosis definitivamente
peligrosas. No saben que muchos israelíes se avergüenzan del
genocidio y que muchas personas judías y judíos por el mundo
reclaman el fin de este lento holocausto palestino.
Los
muy desmemoriados no recuerdan o no saben que también en nuestro
país, hace menos de ciento cincuenta años, los mapuche vivieron el
horror del despojo territorial y del genocidio de millares de
hombres, mujeres y niños, por parte del ejercito chileno. A la
masacre la llamaron “Pacificación de La Araucanía” y hasta el
nombre les quedó lindo. Pero, el mundo es un pañuelo y la historia
porfiadamente se repite. Hasta que no reconozcamos a ese Goliath que
en secreto llevamos dentro, nuestras exclamaciones de horror no serán
más que un sucedáneo de la verdadera empatía. Y no es broma.
Siempre habrá una Franja de Gaza o
un Walmapu a
la vuelta de la esquina.
(*) Publicado en la revista Bufé Magazin de Cultura y en El Quinto Poder.
El cinismo de teatralidad neurótica, utilizando códigos estratégicos de interpretación para la elocuente expresión de una apariencia que asegura simultáneamente la calma y redimir la culpa, acomodada plácidamente desde una posición que al menos momentáneamente considera privilegiada por su sed aspiracional infinita pero prudente, es la nueva modalidad de sobrevivencia de esta clase media global tibia y tediosa, entre media informada y media maraca.
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