Epígrafe Fronterizo

"El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los garbanzos, del pan, de la harina, del vestido, de los zapatos y de los remedios dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y se ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el niño abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales"

Bertold Brecht

viernes, 24 de enero de 2014

El Juego de los Lobos


Fue durante mi niñez, en una primavera florecida en Temuco, que me levanté mirando ese fuerte sol matinal desde mi ventana que enfrentaba al derrotado cerro Ñielol. A través los humedecidos vidrios, pude distinguirlos a trote firme y en filas perfectas, girando desde la calle Prat, hasta alcanzar el pastelón central de la antigua Avenida Balmaceda. Vistiendo camisetas blancas de manga corta, pantalones y botas militares, los conscriptos coreaban versos de amenaza apilados en rabiosos y marciales himnos. Cuando se es niño estas escenas son, a la vez, sorprendentes e intimidantes. Los cánticos patrioteros prometían asesinar a docenas de argentinos, peruanos y bolivianos, encumbrando aquel odio como el belicoso aullido de la jauría. Sobre los adoquines de la antigua avenida, el canto militar se volvía juramento de guerra, un compromiso de morir por la patria, una búsqueda del esquivo honor, sólo merecido con la propia muerte en el campo de batalla u obtenido con la vida interrumpida para siempre del enemigo doblegado.

Era la década de los ochenta y la jauría aparecía una vez por semana, con la misma monserga chauvinista. Sin embargo, durante nuestra niñez nunca pudimos encontrar una explicación satisfactoria que relacionase el honor y el patriotismo con el asesinato de personas de países vecinos. Desafortunadamente, en este caso, la historia es cíclica. Pocos años atrás casi nos habíamos embarcado en una guerra fratricida con Argentina. Y hasta el día de hoy las castrenses melodías aún exudan xenofobia, racismo y nacionalismo. En febrero de 2013, el gobierno boliviano presentó un reclamo formal al gobierno de Chile por el contenido xenofóbico de los cánticos que entonaba un grupo de soldados, mientras trotaban en Viña del Mar. “Argentinos mataré, bolivianos fusilaré, peruanos degollaré” -destilaban los brutales versos parafraseados por más de cincuenta cadetes de la Academia Naval.

Lo que no saben estos querubines es que nunca en una guerra se muere por la patria, sino que por las siderales ganancias de los que profitan de una contienda bélica. Son los grandes intereses económicos, casi siempre privados, los que arrojan a multitudes de plebeyos a aniquilarse mutuamente. En el caso del diferendo marítimo que tuvo en ascuas a Perú y Chile en la Corte Internacional de la Haya, los grupos económicos miraban complacidos sus calculadoras. Quizás era el grupo Angelini el que, temiendo un fallo adverso, preveía una merma en sus negocios pesqueros. Horas antes del fallo, mientras tropas chilenas y peruanas se acuartelaban en la frontera, los chicos Forbes, es decir, los Matte, los Solari, Cúneo o Paulmann, entre otros, ya contemplaban para el 2014 -cualquiera sea el resultado- un aumento de la inversión en Perú de alrededor de mil millones de dólares, con relación al año 2013. Es interesante constatar, una y otra vez a través de la historia, que todo conflicto bélico es más que todo un excelente negocio. Y que la guerra sólo es factible cuando estos intereses económicos se ven seriamente afectados o cuando un enfrentamiento militar provee de suculentos retornos para hacer crecer o crear nuevos mercados.

En las lides de la jauría, los “machos alfa” saben a la perfección qué hacer con la manada. En el siglo XVII, el científico y filósofo francés Blaise Pascal ya entreveía el engaño chauvinista a la base de toda contienda armada: “¿Puede haber algo más ridículo que la pretensión de que un hombre tenga derecho a matarme porque habita al otro lado del agua y su príncipe tiene una querella con el mío aunque yo no la tenga con él?” -escribió Pascal, en “Pensamientos”, recopilación póstuma aparecida en 1670. Y, efectivamente, en el 2014, mientras los chicos de ropa militar continúan canturreando su xenofobia servil y santifican permanentemente sus afilados corvos y sus relucientes fusiles, la fraternidad latinoamericana sigue supeditaba a los balances trimestrales del capital financiero y de la industria armamentista.

De lo menos que se avergüenzan estos jóvenes es de su pueril ignorancia. No saben para quiénes trabajan, aunque eso sea responsabilidad de todos(as) nosotros(as). En octubre de 2012, el premio nacional de historia Gabriel Salazar señaló que los militares debían salir de la burbuja de sus cerradas instituciones formativas y encontrarse con nosotros(as), la sociedad civil, en universidades y colegios. Es que en la diversidad de la vida civil -y no sólo en la vida uniformada- podrán comprender los lazos fraternos que nos unen con los demás pueblos latinoamericanos. Sólo entonces, el corvo y el fusil dejarán de exhibir el filo de la xenofobia y un calibre nacionalista. Así, por fin, en medio del juego de los lobos, todos estos jóvenes descubrirán algún día quiénes son los que furiosamente los llaman a la guerra.

(*) Publicado en la revista Bufé Magazin de Cultura y en El Quinto Poder.

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